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23. Un día con la abuela Clara


Mi abuela Clara no medía más de un metro y medio de estatura y nunca tuvo un gramo de más en su anatomía... Era magra y ligera. Cuando caminaba, cada paso suyo repicaba sobre las baldosas con una sonoridad que hacía adivinar la fortaleza de carácter con la que acometía cada tarea diariamente.

La conocí ya cana y menuda. La memoria siempre me la trae a las seis de la mañana regando las plantas del patio: el limonero central, el guayabo resbaloso, las cayenas variopintas, las trinitarias moradas, los tomates, el mango, el cocotero y su preferida, la palma piña o palma enana, que le permitía conseguir los fondos para el mantenimiento del jardín y para comprar o cambiar sus novelas románticas. Vendía sus brotes a las floristerías.

Su jornada diaria, después del riego matinal, pasaba por cada rincón de la casa, deteniéndose con esmero en la cocina, y culminaba con el riego vespertino del porche. Esta última actividad era precedida, cerca de las tres de la tarde, por el ritual de una ducha fresca y mucho polvo de arroz con olor a rosas comprado en el Mercado Viejo de Barranquilla, donde los importadores chinos. Nunca la vi vestida de otro color que estuviera fuera de la gama de los grises, y salvo en ocasiones especiales permitía estampados morados o marrones. Alguna vez escuché que el luto se le hizo costumbre después de la muerte del abuelo.

Salvo los viernes, el resto de la semana, a las cinco de la tarde, cuando la luz del sol empezaba a tornarse macilenta, la abuela Clara salía a refrescar las plantas y la grama del frente de la casa. Con minuciosidad de hormiguita quitaba briznas, hojas y flores marchitas y emparejaba los arbustos, y sólo después de esta última faena, descansaba en su "mecedora de palito", donde había dejado oculta bajo un cojín su novela de Corín Tellado... ¡Era la hora del placer extremo! A veces pensaba que dormía vencida por el cansancio cuando la veía recostarse con los ojos cerrados... Ahora entiendo que quizás acariciaba sueños y añoranzas muy íntimas, cuando el capítulo terminaba con un apasionado e inquietante beso...

Devoraba aquellos libritos hasta las siete de la noche y cada viernes iba a cambiarlos a los libreros viejos en el Mercado del Caño de la Auyama. Ese día redoblaba su marcha a partir de las tres, después de lavar la loza del almuerzo que, por cierto, era el más ligero de la semana. La salida era precedida de un agitado ir y venir que multiplicaba su diminuta figura; era tal su excitación por ir a encontrar nuevas portadas, nuevas historias, nuevos sueños para la semana siguiente, que en la casa todo y todos marchábamos contagiados al compás frenético del taconeo de la abuela.


Sabíamos que la lectura terminaba porque miraba sin ver y suspiraba profundamente... Entonces detenía la mecedora, sacudía la cabeza y nos llamaba para contarnos historias de su entorno que luego reconocí en la literatura latinoamericana como realismo mágico, y para enseñarnos juegos que luego reconocí en la universidad bajo la denominación de dinámicas de concentración o de integración. Creo que la abuela Clara ahuyentaba así los sueños despiertos que le dejaba la última novela y regresaba a su acerada fortaleza para acometer nuevamente la próxima jornada...

Comentarios

Anónimo dijo…
He tropezado con este blog por casualidad. Yo también tuve una abuela que se llamaba Clara, también viuda, también pequeña, también activa. Gracias por recordármela
Anónimo dijo…
Mil gracias por tu comentario. Me alegra muchisimo que te haya llevado a tus afectos. Saludos.

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