Mi abuela Clara no medía más de un metro y medio de estatura y nunca tuvo un gramo de más en su anatomía... Era magra y ligera. Cuando caminaba, cada paso suyo repicaba sobre las baldosas con una sonoridad que hacía adivinar la fortaleza de carácter con la que acometía cada tarea diariamente.
La conocí ya cana y menuda. La memoria siempre me la trae a las seis de la mañana regando las plantas del patio: el limonero central, el guayabo resbaloso, las cayenas variopintas, las trinitarias moradas, los tomates, el mango, el cocotero y su preferida, la palma piña o palma enana, que le permitía conseguir los fondos para el mantenimiento del jardín y para comprar o cambiar sus novelas románticas. Vendía sus brotes a las floristerías.
Su jornada diaria, después del riego matinal, pasaba por cada rincón de la casa, deteniéndose con esmero en la cocina, y culminaba con el riego vespertino del porche. Esta última actividad era precedida, cerca de las tres de la tarde, por el ritual de una ducha fresca y mucho polvo de arroz con olor a rosas comprado en el Mercado Viejo de Barranquilla, donde los importadores chinos. Nunca la vi vestida de otro color que estuviera fuera de la gama de los grises, y salvo en ocasiones especiales permitía estampados morados o marrones. Alguna vez escuché que el luto se le hizo costumbre después de la muerte del abuelo.
Salvo los viernes, el resto de la semana, a las cinco de la tarde, cuando la luz del sol empezaba a tornarse macilenta, la abuela Clara salía a refrescar las plantas y la grama del frente de la casa. Con minuciosidad de hormiguita quitaba briznas, hojas y flores marchitas y emparejaba los arbustos, y sólo después de esta última faena, descansaba en su "mecedora de palito", donde había dejado oculta bajo un cojín su novela de Corín Tellado... ¡Era la hora del placer extremo! A veces pensaba que dormía vencida por el cansancio cuando la veía recostarse con los ojos cerrados... Ahora entiendo que quizás acariciaba sueños y añoranzas muy íntimas, cuando el capítulo terminaba con un apasionado e inquietante beso...
Devoraba aquellos libritos hasta las siete de la noche y cada viernes iba a cambiarlos a los libreros viejos en el Mercado del Caño de la Auyama. Ese día redoblaba su marcha a partir de las tres, después de lavar la loza del almuerzo que, por cierto, era el más ligero de la semana. La salida era precedida de un agitado ir y venir que multiplicaba su diminuta figura; era tal su excitación por ir a encontrar nuevas portadas, nuevas historias, nuevos sueños para la semana siguiente, que en la casa todo y todos marchábamos contagiados al compás frenético del taconeo de la abuela.
Sabíamos que la lectura terminaba porque miraba sin ver y suspiraba profundamente... Entonces detenía la mecedora, sacudía la cabeza y nos llamaba para contarnos historias de su entorno que luego reconocí en la literatura latinoamericana como realismo mágico, y para enseñarnos juegos que luego reconocí en la universidad bajo la denominación de dinámicas de concentración o de integración. Creo que la abuela Clara ahuyentaba así los sueños despiertos que le dejaba la última novela y regresaba a su acerada fortaleza para acometer nuevamente la próxima jornada...
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