La hermosura de mi abuela Maruja le ganó el título de reina en una época en que los cánones de belleza y el atraso de la cosmética y la ciencia excluían los tintes, las prótesis, el Botox y los pontingues que más que realzarla, -diría aquel jurado estricto-, impiden apreciar la auténtica belleza de las concursantes. ¡Cambian las cosas! Hoy las madonas de Boticcelli, las majas de Goya y la Venus de Milo están en el consultorio de los cirujanos plásticos para indicarnos en qué nos podemos convertir si no vamos al gym y comemos carbohidratos en la cena...
Fue natural entonces que con el paso de los años, entre otras reservas y recortes, para mi abuelita fuera grado 33 eso de la edad... Por ende, todas las nietas éramos influenciadas para ser dignas émulas de Marujita no sólo en sus cualidades morales a prueba de seis hijos a cual más correcto, sino también en lo que se refiere a su discreción y belleza. Asunto que a ella le encantaba estimular con probados consejos: que si el té para los párpados, que si el romero y la quina para el cabello, que si el aceite de ricino para las uñas, las pestañas y las cejas, que si el agua al sereno para la piel -"¿Qué cosa es el sereno?"...-. Pero la palma se la llevaba el limón: esa pequeña fruta servía para blanquear los ojos (¿Y a quién no, con el tremendo ardor que causa?) y quitar las manchas de la piel, endurecer las uñas, quitar la caspa, darle brillo al cabello, etc., etc. ¡El limón era la panacea!
Tengo graves problemas con lo de mi edad. Cuando me deslastré de los prejuicios vanidosos heredados de mi dulce Marujita, me vi atrapada por la equivocación de una secretaria de iglesia y por el desorden de una casa cural... No debería quejarme. Haciendo de lado toda modestia, como primera hija de hija mayor me tocó buena parte de la mejor genética materna, confirmándose en mí las leyes de Mendel, pero aquella equivocación y el posterior desorden hacen difícil soportar las segundas miradas, el gesto incrédulo y el fastidio de estar convenciendo a las preguntonas de que aún no te han metido cuchillo, cuando tu cédula dice que tienes diez años más y para colmo tu buena genética le resta cinco a tu edad real. Todo esto sería lo de menos; lo de más es el monto de la prima del seguro...
Por otra parte, tiene su lado amable. ¿A quién no le vienen bien una tempranísima jubilación del seguro social y la expectativa de disfrutar en unos pocos años de todas las ventajas que trae la tercera edad: cero filas bancarias, cero pagos de transporte y otras prebendas que conoceré a su tiempo? Lo que me permitirá ahorrar para cuando tenga que apagar el número de velitas que realmente me corresponden y necesite retocarme la carrocería. ¿Entonces -digo yo- qué sentido tiene alborotar más el desorden y herir la susceptibilidad de aquellos inmaculados personajes?
En fin, debido a que como ya dije, se desconoce el rincón donde reposa hoy la caja que guarda muy bien mi fe bautismal, y si a eso le sumamos que debo atravesar la frontera y sentarme a insistir, además de la discreción observada por Marujita al respecto, (que con el paso de los años me está resultando razonable y sensata, especialmente en lo que toca a mi caso...) pues no me queda otra que optar cómodamente por una edad metafórica... Así que aquí va para los buenos preguntones y mejor entendedores:
Soy dueña de pocas primaveras, más veranos, unos cuantos otoños y dos inviernos, uno se lo debo a la muerte y el otro a la distancia y a las equivocaciones... Mis hijos me han regalado hasta este instante los 811.728.000 segundos más generosos en ternura, ilusión, solidaridad, compensaciones y más amor. Finalmente, pienso que sean los que sean, aún me queda mucho por vivir y deseo hacerlo... Se que quizás nunca llegaré a escribir como Pablo, pero sí me encantaría copiar a Neftalí al llegar a mis reales ochenta, y poder decir como él: "Confieso que he vivido"...
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